EL BOCADILLO


El bocadillo de carne

mechada

Mari Cruz de los Ríos

Los humanos son gente extraña, fundamentalmente soberbia, tanto que por el hecho de hablar o haber creado la Capilla Sixtina se tienen por los reyes del Universo. Yo sólo fui un humilde bocadillo de carne mechada y si me manifiesto a través de este escrito es porque mientras he existido he tenido la entidad suficiente como para trascender en la memoria de alguien. Eso no me hace superior a cualquier otra cosa o persona pero me agrada mucho que me pongan voz, ahora que me he diluido entre aguas fecales y apenas queda nada de lo que fui. Mi historia comenzó el viernes por la mañana, en una cocina. Si los humanos supieran lo transparentes que pueden llegar a ser para las cosas más simples, no andarían por ahí con ese aire de suficiencia que les caracteriza, sin darnos más importancia de la que ellos consideran, que es muy poca, casi ninguna una vez que se sirven de nosotros. El hombre había hecho una compra para hacer dos bocadillos, el que yo he sido y otro de queso. Con un enorme cuchillo partió una barra por la mitad. Empezó por mí y mientras me preparó, el pan por un lado y la carne mechada por otro, supe, por la calidez de sus manos y por como las accionaba, que era un humano fundamentalmente bueno. Luego siguió por el de queso y toda la cocina se llenó entonces de su asco multiplicado. Ya envuelto en papel de aluminio, tierno y apetitoso, me pregunté por qué razón hacía un bocadillo de queso si odiaba la leche y todos sus derivados, eso dijo hablando solo, y entonces me conmovió percibir que lo que estaba haciendo con mi compañero y conmigo era en realidad un acto de amor. Nos envolvió en papel de aluminio, nos metió en una bolsa de papel con asas y nos acompañó de una servilleta de papel verde, una botella de agua, un plátano y una bolsita de plástico donde había colocado un puñadito de gominolas. Bajamos en el ascensor con él, caminamos por un parque soleado durante quince minutos, subimos un puente peatonal por una rampa serpenteante y entramos en el vestíbulo de la estación de ferrocarril sintiendo como el corazón del hombre latía cada vez más deprisa. Allí esperaba una mujer, sentada en un banco junto a una pequeña bolsa de viaje. El hombre y ella se besaron en las mejillas y enseguida supimos, por como se miraron embarazados, que eran novios y que la última vez que se habían visto habían discutido. “Te he traído un kit de supervivencia para el viaje”, dijo él­, conciliador. La mujer, sonriendo, se asomó a la bolsa, que él había dejado en el suelo, y cuando vio dos bocadillos tan grandes dijo: “Qué exagerado eres. Con uno habría sido bastante”. Aún así, se notaba a la legua que no sabían qué decirse, intimidados todavía por la pelea que habían tenido. Al llegar la hora, ella se levantó, se colgó en el hombro su mochila, tomó las dos bolsas, la de papel y la suya de viaje, y el hombre la acompañó hasta el andén. Se despidieron con un largo abrazo y luego se dijeron adiós levantando las manos y dejándolas suspendidas en el aire como suelen hacer los humanos enamorados. Una vez que la mujer se instaló en su asiento, después de subir la bolsa de viaje a la bandeja, sacó de la mochila “Los Miserables” y se puso a leer con la bolsa de papel en el suelo del vagón, junto a sus bonitos zapatos. De vez en cuando levantaba la cabeza del libro, se quitaba las gafas y pensaba en el hombre con ternura mirando el paisaje del otoño que trascurría tras la ventanilla. Cuando dieron las tres de la tarde sintió apetito, dejó su lectura sobre la mesa abatible, se inclinó, metió la mano en la bolsa y por una cuestión de azar puesto que no sabía de qué estábamos hechos, sacó a mi compañero. Cuando lo desenvolvió y descubrió que era un bocadillo de queso, tuvo una sacudida en el corazón imaginando lo mal que lo habría pasado su novio en la cocina por agradarle, tocar aquello que tanto le asqueaba y meterlo en el pan sólo porque a ella le encantaba el queso. Al ir a coger la botella del agua vio la bolsa de las golosinas y, absolutamente conmovida, se comió a mi compañero mirando el horizonte. Hubiera querido llamarle en ese momento pero pensó que no debía hacerlo por temor a estropearlo, no sabía por qué. La discusión todavía, lo que se dijeron entonces, lo que no se habían dicho en la estación… Nada más terminar su almuerzo se sacudió las migas y sacó el teléfono móvil para escribirle. “Se me han saltado las lágrimas cuando he visto todo lo que has puesto en la bolsa. Gracias, muchas gracias. Te amo”. Y luego se acomodó en su asiento, cerró los ojos y trató de dormir pensando en el abrazo que se habían dado para despedirse. Yo, que había estado esperando mi turno, me quedé en el fondo de la bolsa, adormecido también por el traqueteo del tren, un privilegio que de todos modos agradecí porque se estaba muy bien allí, con el aroma dulzón del plátano. Pude sentir que llegaba mi hora cuando la mano de la mujer volvió a entrar en la bolsa y me tomó, pero sólo para desplazarme puesto que lo que buscaba eran las golosinas. Al cabo de muchas horas la megafonía anunció nuestra estación, la mujer se levantó, reunió sus pertenencias y me trasladó hasta la portezuela de salida esperando que el tren se detuviera. Saltó al andén, caminó hasta la escalera metálica, recorrió una galería, atravesó el vestíbulo y salió a la calle, húmeda y ventosa. Allí la esperaba un coche, del que se bajó una amiga suya, y las dos se abrazaron muy contentas después de varios meses sin verse. Me colocaron en el asiento de atrás y desde allí las escuché hablar de sus cosas. “Tuvimos una discusión tan grande que creí que lo nuestro había terminado. Y sin embargo, hoy ha ido a despedirme a la estación”, confesó la mujer. Y luego contó lo del bocadillo de queso. “Qué tontos sois los dos. Discutís por tonterías…”, dijo la amiga con una voz aterciopelada y alegre mientras aparcaba en la puerta de su casa. “Ya, pero no ha contestado a mi mensaje”, se lamentó la mujer. El apartamento era pequeño y coqueto, lleno de objetos preciosos, libros y cuadros que me gustaron enseguida, el hogar de un humano capaz de no escandalizarse porque un bocadillo llegue a ser algo más que una cosa. Como era la primera vez que veía algo semejante, tuve un gran sobresalto cuando descubrí a la gata sentada en uno de los brazos del sofá. Luego me relajé porque la mujer me dejó en el suelo, junto al piano, y pude ver desde allí cómo el animal se desentendía de nosotros y se perdía en la oscuridad del dormitorio, cuya puerta estaba entreabierta hasta que la dueña de la casa la cerró. “Cuánto te agradezco que me ofrezcas tu casa en momentos así”, exclamó la mujer dejándose caer en el sofá. La amiga le sonrío con mucha dulzura, se giró conmovida haciendo un gesto con la mano, salió a la cocina por una cortina de bolas de colores y habló desde allí mientras preparaba té: “Ya sabes que puedes contar conmigo cuando quieras. Si la casa de tu madre se cerró y tu hermana no tiene sitio en la suya, aquí tienes la mía, ya lo sabes. En realidad es puro egoísmo. Me encanta tenerte aquí”. Estoy seguro de que los humanos occidentales se parecen a todos los humanos de la Tierra cuando se sientan a conversar de sus penas y alegrías, así, como las escuché a ellas, con mis oídos de bocadillo. La mujer había perdido a dos de sus seis hermanas, muertas prematuramente. Había estado muchos años casada y su pareja la había abandonado. Se había ido a vivir a otro país y aunque ahora tenía una nueva ilusión con el hombre bueno que me había confeccionado en su cocina, volvió a recordar con su amiga lo mucho que había sufrido en la vida. A medida que fui tomando conciencia de qué persona me había llevado con ella, fui comprendiendo qué significaba aquel viaje, la vuelta a un lugar repleto de recuerdos y por consiguiente, un encuentro brutal con el pasado. No sabía cuanto duraría mi aventura pero la verdad era que me estaba empezando a interesar muchísimo. Aunque ellos no lo perciban, las cosas que rodean a los humanos, y más si han sido fabricadas por ellos, se impregnan poco a poco de su esencia. De este modo me sentí parte de mi ama y, deseando serle útil para fortalecerla, esperé a que me recordara sin perderme ni una sola palabra de lo que decía. “Esta vez vuelvo de otra manera, no creas. Me siento valiente, capaz de soportar la tristeza que me entra con todo esto. El jueves la llamé para decirle que venía a verla y cuando imaginé que se alegraría, me dijo desabrida que no se me occurriera ir el viernes, que ese día jugaba al bingo y lo pasaba muy bien”. Se abrió la puerta del dormitorio y cuando creí que saldría la gata, descubrí a la novia de la amiga, una funcionaria de prisiones que por haber hecho turno de noche durmió hasta esa hora. Yo había escuchado que no irían a ninguna parte y por un instante me felicité suponiendo que estaría con las tres mujeres. Sólo que al final no pudo ser porque la novia comentó: “Ya ves qué vida con esto de la crisis. Ahora voy a comprar al súper, como algo, me ducho y me voy otra vez a currar. Si no hago sustituciones, no llego a fin de mes.” Y después de hacer todo lo que dijo, se marchó antes de las diez y dejó solas a las dos amigas. La novia trajo para ellas chorizo dulce, queso, ensalada de arroz y tocino ibérico y cuando la mesa estuvo lista, mi ama se acordó de que yo estaba aún en la bolsa de papel. Me sacó, me desenvolvió un poco y nada más verme por uno de mis picos, lanzó una exclamación. “¡Uy, qué rico! ¡Un bocadillo de carne mechada!” “Bueno, déjalo ahí. Si cuando terminemos con todo esto tenemos hambre, nos lo comemos”, dijo la amiga. Y me dejaron a un lado con lo que pude seguir disfrutando de la noche viéndolas beber cerveza y fumar marihuana, descalzas en el sofá, charlando de sus cosas. Así pude enterarme de que la mujer tenía una hija que se dedicaba a la alfarería. Tomó su móvil y buscó dentro de él su último trabajo. “Mira qué cosa más preciosa”, y se lo mostró a su amiga llena de orgullo. También tenía otra hija, actriz de profesión. “Imagínate, yo enamorada de ese grupo desde siempre y este verano la invitan a actuar y a hacer gira. No puedes figurarte lo que sentí cuando la vi en el escenario con esa gente. Me parecía que estaba soñando. La vida es muy puta pero de repente te hace unos regalos... como ese que me ha hecho a mí”. Esa noche se acostaron muy tarde y aunque lo recogieron todo antes de convertir el sofá en la cama donde dormiría la mujer, sin saber por qué, me dejaron allí, sobre la mesa, bien liado en mi papel de aluminio. Así amanecí al día siguiente, confortado por el aire del otoño que entraba por el balcón entreabierto. La mujer se levantó, se duchó y arregló, dejó el sofá igual que estaba cuando llegamos, me tomó de la mesa, cogió el plátano de la bolsa de papel, nos metió en su mochila y salió de la casa para caminar por las calles hasta que llegamos a la Catedral. Allí entró en la capilla del Cristo de la Perseverancia y encendió una vela por sus hermanas fallecidas. Luego fue a una perfumería y compró una crema hidratante. Y después se dirigió a casa de su hermana, la única que le quedaba en la ciudad donde había nacido. “Ayer no quiso que fuera a verla, pero hoy voy a pasar todo el día con ella. Llevo un bocadillo y una fruta”, le contó. “Es insufrible. Yo voy a verla a menudo y la mitad de los días me vengo con el alma por los suelos. Está estupenda, rejuvenecida, satisfecha de haber elegido eso, encantada de estar bien atendida, con un médico las veinticuatro horas. Mil setecientos euros al mes, figúrate, si ahora mismo, con la crisis, están viviendo familias enteras con los cuatrocientos euros del abuelo. Es su dinero y hace lo que quiere con él, yo no me meto, ya ves tú, si aquí no puedo tenerla. Todo el día en el patio, cotilleando de unas y de otras. Que podía subirse a su cuarto un poquito después de comer, por lo menos hasta la hora de la merienda. Pero bueno… no te digo más, a ver qué tal se porta contigo”, le habló la hermana mientras preparaba un buen cocido, el plato favorito de mi ama. “Quédate a comer y te vas a verla esta tarde”. “No, he venido para estar con ella y quiero pasar allí todo el día, hasta que se la lleven para cenar. Seguro que se alegra de que haya venido a verla”. Yo escuchaba desde la mochila, casi mareado por el olor cada vez más dulzón del plátano, y me sentía un bocadillo importante, agradecido porque no me hubieran comido en el tren ni tampoco en la casa de la amiga. Me encantaba la idea de tener un ama tan peculiar que me llevaba con ella más de veinticuatro horas, lo que no solía sucederle a ninguno de mis hermanos. Las manos del hombre que me confeccionó me habían infundido tanta ternura... Después de pasar un buen rato charlando con sus sobrinos nos despedimos y nos fuimos en el coche de su cuñado por una carretera preciosa, campo y sol entrando por las ventanillas, la suavidad de las ruedas deslizándose por el asfalto recién arreglado, ellos dos hablando de política desde puntos de vista muy diferentes. “Es lo que toca. Si aquí no hay trabajo, los estudiantes tendrán que irse fuera. Ya no hay fronteras y es una buena manera de que baje el paro…”, comentó él mientras conducía placenteramente su flamante Mercedes. “Pero eso es una barbaridad. ¿No te parece que cuesta mucho al Estado formar a un universitario para que luego acabe ejerciendo en un país que no es el suyo?”, protestó ella. Al cabo de quince minutos el coche se detuvo a la puerta de una residencia, la mujer se despidió y entró en aquel lugar buscando a su madre con el corazón encogido, deseosa de encontrarse con ella para sentir su alegría, lo que más deseaba en el mundo desde que nos subimos al tren. La noche antes la había escuchado hablarle a su amiga del asunto y aunque los bocadillos no tenemos padres ni tampoco hijos, no me costó demasiado trabajo entender que mi ama, como una de las supervivientes de siete hermanas, se creía en la obligación de proporcionar a la viejita el gozo de su presencia, más aún viviendo a novecientos cuarenta y seis kilómetros. “Me daba mucha lástima de ella. Siempre, desde que yo era una niña, me desviví por hacerla feliz. Nunca le di un disgusto y nunca dejé de ponerme en su lugar. Mi madre sufrió mucho con la vida que le dio mi padre y cuando enviudó, de alguna manera se quedó tranquila. Todos creíamos que empezaría a disfrutar de sus hijos y nietos pero a los pocos años el suicidio de su hija la machacó. Y luego la muerte repentina de mi hermana pequeña, no sé, es demasiado para una mujer que encima tuvo una infancia tan desastrosa. Una niña de la guerra. Qué horror. Quisiera venir más a menudo a verla pero el viaje cuesta mucho y con lo poco que gano ya me dirás de dónde lo saco…”. La residencia era un edificio imponente, de pocos años, luminoso y moderno. Supe que a mi ama le tranquilizaba recordar a su madre allí, con aquellas chicas de uniforme azul, fuertes para levantarla, asearla y vestirla como a ella le gustaba. Pude ver bonitas mesas, cómodos sillones de mimbre, plantas naturales por todas partes y, desperdigados por el patio de columnas, ancianos congregados, aislados o en grupo, algunos dormitando y otros hablando solos. Cuando la mujer vio a su madre, una muchacha morena la sacaba de los aseos. Se puso delante de la silla de ruedas y dio un saltito, como si fuera una niña. Puede que fuera el golpe inesperado dentro de la mochila pero me perturbó que la viejita no diera otro salto, siquiera con el rostro, cuando descubrió a su hija mayor, la primera que había parido, la que vivía más lejos que ninguna y todavía estaba viva. La madre se limitó a sonreír levemente y a dejarse besar y abrazar. Percibí claramente cómo mi ama sintió un estremecimiento porque su madre no se mostrara cariñosa con ella. “¿Nos sentamos en los sillones, mamá?” “No, llévame a las pasarelas. Tengo que hacer ejercicio”. La hija se preguntó por qué razón ese día no se saltaba la gimnasia para sentarse con ella alrededor de una de las mesas, conversar de todo lo que no podían decirse por teléfono y disfrutar de aquel día la una de la otra, pero hizo lo que le pidió la vieja pensando que el día era muy largo y tendrían tiempo para muchas cosas. Aprovechando el sol, la sacaría de la residencia para pasearla por el pequeño parque que había enfrente, le preguntaría muchas cosas acerca de su infancia, le contaría cómo le iba la vida en Portugal y al día siguiente, se levantaría muy temprano y la visitaría de nuevo, la llevaría a la biblioteca para leerle lo que ella quisiera, dispuesta a dilatar las horas su fin de semana hasta que tomara el tren de vuelta. Como la había conocido sentada en la silla de ruedas, pensé que la madre estaba inválida, pero no, aunque muy torpemente se manejaba bien para caminar agarrándose a las dos barras. La hija, entretanto, la miraba enternecida, de pie en un extremo de la pasarela, deseando que terminara para dejarse caer en un asiento, el que fuera, tronchada de la espalda por su trabajo de peluquera. “Dile a tu hermana que cuando venga, me traiga los collares y unas pinzas para los pelos del bigote”. Desde donde estaban, en un lateral del patio, había una perspectiva magnífica para que algunas miradas, solo las que pudieran alcanzar la lejanía, repararan en ellas. Poco a poco fueron recalando por allí unas cuantas ancianas solitarias haciéndose las encontradizas. “Anda, que estarás contenta, ¿no?”, “Esta hija tuya, ¿cuál es? ¿La que vive en Almería, la del Ferrol, o la de Arganda?”. Y la madre, después de contestar, hizo un puchero. “Pero, ¿te vas a poner triste ahora?”, le preguntó una señora muy estirada tomándola por el mentón. “Es que no lo puedo evitar. Mis niñas, mis hijas, tan jóvenes, muertas…”. Mi ama la abrazó entonces, y las mujeres que se habían ido acercando se fueron yendo, no sin antes hacer el correspondiente gesto de compasión.  En un momento que se quedaron solas, todavía en las pasarelas, la madre, descansando del ejercicio en su silla, le advirtió a la hija: “No se te ocurra decir en lo que trabajas. Yo he dicho que estás en un bufete de abogados. Si alguien quiere saber si nuestra casa era alquilada, di que no. Y no tienes un novio en Lisboa. Ese es tu marido. Total, como aquí nadie lo conoce…”. La hija, asintiendo, tuvo otro estremecimiento, una sacudida más grande que la anterior, pero sonrió a su madre agarrándose a las correas de la mochila que llevaba en el hombro, complaciente y sumisa, como siempre había sido con ella desde que tenía uso de razón. “¿Quién viene a recogerte?”, preguntó la madre entonces. “Nadie, voy a quedarme aquí contigo todo el día. Cuando te lleven a comer, me voy al parque y me como un bocadillo que he traído. Y luego vuelvo otra vez contigo hasta la hora de cenar”. En ese momento me compadecí de la hija porque mi pan estaba ya bastante correoso aunque la carne mechada se mantuviera todavía estupenda. Ella sólo había desayunado una infusión y me creí muy poca cosa para pasar tantas horas en aquel lugar. Claro que estaba el plátano, azúcar y potasio para compensar. Y aún le quedaría tiempo para tomar algo después de salir de la residencia. En estas reflexiones andaba yo cuando sentí un sobresalto enorme mirando la cara de decepción de la hija escuchando a la madre. “No, yo me subo a mi cuarto después de comer y no bajo hasta las seis. Puedes venir luego…”. “Pero, mamá, si no tengo coche y dependo de los demás. Si me voy ahora, no voy a poder volver”. “Bueno, ya nos hemos visto…”, dijo la vieja queriendo zanjar ya la visita. Sentí una tristeza muy honda por la mujer cuando se despidió de ella y salió a la calle como si le faltara el aire. Traspasada por el dolor, buscó su teléfono y llamó al cuñado para que fuera a recogerla. Mientras esperaba, a punto de echarse a llorar mirando hacia un monte cercano y los árboles que tenía enfrente, pensó otra vez en el novio y marcó su teléfono, deseando desahogarse con el mejor amigo que tenía, que también era él. “No lo entiendo, mi madre no me quiere. Llora por sus hijas muertas y no se alegra de que venga a estar con ella”. El hombre la tranquilizó diciéndole que a las personas mayores no había que tenerles en cuenta muchos de sus actos y ella se sintió confortada por sus palabras y por sentirle ahí, tan cercano como antes de la discusión. Ese día terminó comiendo cocido con su hermana, el cuñado y los sobrinos y pasó la tarde con ellos, animada por encima o por debajo de su tristeza, charlando amigablemente de montones de cosas, riendo con los niños, disfrutando de su familia y con la íntima alegría de su novio como  un tesoro. Yo seguía dentro de la mochila, colgada del brazo de un sillón. De vez en cuando, cuando alguien se dirigía al pasillo, me daba un golpe sin querer. Y entonces me balanceaba en medio de aquel sábado, entero todavía y borracho de emociones. Cuando la mujer regresó a casa de su amiga yo seguía ahí, con el pan reseco, pero con mi alma de bocadillo tan blanda y esponjosa como no hubiera imaginado jamás cuando las manos del hombre me prepararon. “¡Pues sí que estará bueno el bocadillo de tu novio!”, exclamó la amiga riendo a mandíbula batiente al ver como mi ama me sacaba de la mochila con el plátano y me colocaba sobre la encimera de la cocina. Y allí me quedé toda la noche mientras ellas salieron a tomar una copa con la novia, que esa noche descansaba, escuchando el zumbido del frigorífico y a la gata ir y venir del dormitorio al salón, inquieto por si entraba en la cocina a tomar su ración y preguntándome si después de tanto ajetreo, mi fin sería el cubo de la basura. Ya de madrugada las escuché entrar, las tres risueñas, las tres haciendo la cama del sofá, las tres somnolientas, deseando cerrar ya el largo día. “¿Quieres un vaso de leche de soja?”, ofreció la amiga a la mujer antes de acostarse. Pensé que al entrar en la cocina y verme de nuevo se terminarían deshaciendo de mí, pero no fue así porque mi ama rechazó tomar nada más a aquellas horas y al poco rato la casa se quedó en silencio, sólo el zumbido machacón de la nevera y la persiana de esterilla que movía el viento en la cocina. A la mañana siguiente, mientras sonaban las diez en el reloj de la Catedral, la amiga se levantó para preparar el desayuno. “¿A qué hora quieres estar en la residencia? Te llevo en quince minutos”. “No voy a ir. Mi madre se conformó con verme ayer”, escuché decir a la mujer. Y luego, como si hubiera estado reflexionando durante todo el tiempo que había pasado desde que dejó a la viejita, aún con el pijama puesto, le habló a su amiga con una voz muy triste: “Ayer te dije que nunca le di un disgusto a mi madre. Y es verdad. Pero estando yo casada, cuando mi padre murió, ella descubrió que su marido había tenido una amante y que yo, su hija, lo había consentido. Yo tenía dieciocho años y ella era mi amiga. ¿Qué podía haber hecho si él me prohibió que lo dijera? No te puedes imaginar lo que sufrí guardando aquel secreto. Pero mi madre no me lo perdonará nunca”. Y se echó a llorar mientras la otra la abrazaba. “Bueno, no pienses en eso ahora. Vamos a desayunar juntas y a aprovechar esta mañana tan bonita de domingo”. Se sentaron en el sofá  y otra vez hablaron de sus cosas. Cuando llegó la hora de pensar en marchar hacia la estación, la amiga dijo: “´Voy a prepararte un bocadillo para el viaje. Estoy descongelando el pan. ¿De qué lo quieres?”. Fueron a la cocina y mi ama, al verme, propuso divertida: “De carne mechada”. Me desenvolvieron entre risas y se deshicieron de la parte de mí que ya no servía. Me había quedado en la mitad pero aún así, me sentía esplendoroso con tanta vida acumulada, contento mientras nos despedimos de aquella dulce amiga, feliz cuando subimos al tren, yo en la mochila, esta vez junto a dos mandarinas, supuse que tan encantadas como yo de viajar con la mujer, una mujer mechada por la vida pero dispuesta a volverse tan jugosa como cuando su carne era jóven. Sobre las dos y media de la tarde, dejando atrás los campos de aquella tierra, subyugada por el cielo de otoño y con el corazón rebosante de esperanza, mi ama sacó el teléfono móvil y escribió. “Vuelvo con una madurez espléndida. Te amo”. Yo pensé que los bocadillos no llorábamos por las cosas que les ocurrían a los humanos pero de alguna parte de mí rodó una lágrima de emoción cuando a los pocos minutos el teléfono sonó avisando de que llegaba la respuesta. “Escribiéndote este mensaje entra el tuyo. Debe ser conexión, no sé. Sí. Te espero. Buen viaje. Besos”. Y entonces la mujer suspiró de puro gozo, tomó su mochila, me sacó de dentro, me desenvolvió y me engulló, derretida de amor mirando caer la lluvia multiplicada en los cristales. Ya en su boca, entre su saliva, sus dientes y su lengua percibí con asombro, clara y rotundamente, que la carne mechada con el pan le supimos a jazmines y a yerbabuena. Y luego, ya en su estómago, y después en su intestino, deshecho de tanto y tanto como había conocido de un puñado de humanos, me fui haciendo cada vez más compacto hasta que la mujer y el hombre se fundieron en un abrazo reconfortante. Esa noche aprendí lo que es la pasión. Qué más se le puede regalar a un bocadillo.           

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