La Cabiria

La Cabiria

Mari Cruz de los Rios

“Si me cuentas la historia, te daré la otra mitad algún día”, le dijo el periodista desafiante poniendo sobre el mostrador un billete de cien pesetas demediado. La Cabiria se dio media vuelta y salió del café para olvidarse del asunto a los diez minutos. Las cincuenta pesetas imposibles se quedaron sobre el viejo arcón que le servía de cómoda y no volvió a mirarlas mientras anduvo, como siempre que se disponía a marcharse, yendo de acá para allá con el afán de dejarlo todo bien atado y saldadas sus deudas. Y sin embargo, cuando fue a cerrar la maleta, tomó lo que había quedado de la Chiquita Piconera y a última hora lo guardó a modo de fetiche en una costura camuflada y no volvió a acordarse de él ni en Granada, ni en Madrid, ni en Albacete. Hasta que llegó a Sevilla. En todos los años que faltó de Cádiz para ser lo que la vida quiso que fuera volvió a acordarse de aquello, mucho menos cuando una de sus compañeras de tablao en la Cueva del Habichuela, la Shere, le pidió prestada la maleta para pederlas de vista a las dos como perdió los amaneceres en la Caleta y aquel sol anaranjado que se metía en el agua después de embellecer, más todavía, la ciudad con más luz que recordaba. Cuando se rompió el brazo bailando por bulerías y ya no pudo estirarlo nunca más, se acordó de la maleta. “Tiene guasa que ahora tenga que pedir una prestada con lo buenísima que era la mía”. Se fue a Madrid con lo puesto y en una bolsa cualquiera metió lo poco que le quedaba, una vez regalados los vestidos y los zapatos que nunca se pondría para bailar nada. Y así apareció en la calle de los Mancebos, donde vivía una prima hermana, viuda recientemente, para ganarse la vida ayudándola con el puesto ambulante de golosinas que instalaba junto al río mañana y tarde. Hasta que de tanto tirar de él con un solo brazo por la cuesta de Segovia, terminó sin poder usarlo tampoco y ahogando sus penas en machaquito, fija en la tasca del Eulogio. “Yo sé por qué te dicen la Cabiría. Tienes la misma cara de ella, he visto la película”, le dijo una borracha de su calaña una noche que nevaba como nunca había visto. Y se volvió tan loca por aquella mujer que se fue a vivir con ella a Albacete, las dos enredadas en un amor imprevisible y tormentoso durante años y años, la Cabiria vencida por los achaques, su cuerpo maltratado por el alcohol, trapicheando con cualquier cosa por los alrededores del mercado y la plaza de toros hasta que la Patro se engachó al caballo y entonces la vida se le puso tan boca abajo que acabó con sus huesos en un psiquiátrico, dos días después de que encontraran a su pareja en el paseo de la Libertad, muerta de una sobredosis y tirada sobre las hojas del otoño. La Cabiria perdió la cuenta del tiempo que pasó en aquel lugar, primero como paciente y luego como un perro ya que, una vez que la echaron a la calle, siguió viviendo allí, durmiendo en una casucha abandonada con otros indigentes como ella pero sin dejar de merodear por los alrededores del centro para que le siguieran dando sustento, las sobras que sacaban al contenedor terminada la jornada. “Vente a Sevilla conmigo. Es mejor pedir en un sitio donde haya flores”. Y se fue con aquel hombre tan antiguo que ni siquiera recordaba como se llamaba. “He sido siempre el Tuerto desde que mi hermano me saltó el ojo con un cuchillo, todavía con los dientes de leche”. Dormían en las puertas de las iglesias y el resto del tiempo lo pasaban en los jardines que flanquean el museo, a la sombra de los árboles, la Cabiria hecha una pasa después de haber sido lo que fue, una hembra de bandera como lo fue su madre. No había tenido suerte en el amor ni en Cádiz ni en ninguna parte, quitando aquel montón de años con la Patro, la única persona que le había gustado de verdad después de tantas camas por las que había pasado. Desde que tenía uso de razón desbravaba a los hombres por puro capricho, solo para sentirlos rendidos, pero ninguno la hizo volar como la Patro, de la que sí se acordaba en las madrugadas de Sevilla, sobre todo en primavera, cuando merodeaba por la Maestranza llamando a las puertas y pidiendo de comer lo que fuera para cambiarlo por la manzanilla que al terminar el día se metía para que la memoria dejara de dolerle, malhumorada por la miseria y las ausencias. A veces, sentada en el suelo detrás del cartón en el que el Tuerto le había escrito con letras mayúsculas y desiguales que necesitaba comer, llegó a desear morirse como ella, sobre la tierra dura, para acabar de una vez con tanta fatiga. “Si me vieran en Cádiz, con lo que yo he sido...”, le repetía a cualquiera cuando el frío le impedía dormir a pesar del alcohol. Y una tarde, en la que le pareció que soñaba, se encontró con la Shere, viejísima y emperifollada, que salía de una confitería. “Pues no te puedes imaginar lo que me he acordao de ti, quilla. Con decirte que todavía tengo tu maleta. Mañana te la traigo, chocho, que me ha dao mucha alegría verte...”. La Shere, que se había casado con un panadero y le iba bien, le llevó la maleta a la Alameda de Hércules y además le dio mil pesetas, una fortuna entonces, con las que pudo meterse en una pensión del barrio de los Remedios, bañarse y comprarse algo de ropa y calzado. Fue entonces cuando sintió deseos de regresar a Cádiz. Y al abrir la maleta para meter en ella los cuatro pingos que tenía, encontró en una de sus costuras el medio billete, tan bien doblado como ella lo había guardado treinta años atrás. Ya de vuelta, tratando de acostumbrarse a los cambios que había traído el progreso a la ciudad, y a que muchos quisieran saber qué coones había sido de ella mientras no estuvo, encontró al plumilla del periódico, tan viejo y arrugado como ella, y esperó que algún día le trajera la otra mitad de las cien pesetas para decirle que no, que jamás le contaría la historia de su madre aunque tuviera que faltar a su palabra. “Qué lástima, Cabiria, lo perdí no sé como. Tantos años...”, le confesó una noche en el mismo café de Levante. Mejor. Qué le importaba a nadie la vida de los otros, carajo. El tratante, el marqués... No. Nadie sabría nunca su secreto: que ella fue la hija de la Zarzamora y... hasta miedo le daba recordarlo.       

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